DEFINICIONES DE SER
HUMANO
En la historia del
pensamiento (pagano y cristiano)
DESDE LAS CATEGORÍAS DE ARISTÓTELES
1) SUBSTANCIA: IMAGEN Y SEMAJANZA DE
DIOS. SER EN SÍ. SER PERSONAL (o persona); MICROTHEOS (pequeño dios); dIOS
INMANENTE; CONCIENCIA DEL UNIVERSO. VASO DIVINO.
2) CANTIDAD: SER FINITO (o
limitado); CAÑA PENSANTE.
3) CUALIDAD: ANIMAL RACIONAL;
ANIMAL METAFÍSICO; MICROCOSMOS; ANIMAL SIMBÓLICO; SER MORAL O ANIMAL ÉTICO; SER
LIBRE O ANIMAL INDETERMINADO; ANIMAL INSATISFECHO.
4) RELACIÓN: HIJO DE DIOS; SER
SOCIAL; ANIMAL POLÍTICO; ANIMAL CORDIAL; ANIMAL GREGARIO; SER RELIGIOSO; REY
DEL MUNDO Y MENDIGO DE DIOS.
5) ACCIÓN: ANIMAL QUE JUZGA;
ANIMAL ECONÓMICO; HOMO FABER O SER QUE TRABAJA; SEÑOR DEL MUNDO; PEQUEÑO
CREADOR; BUSCADOR DE SENTIDO; BUSCADOR DE FELICIDAD; ACTOR EN EL MUNDO; ANIMAL
DE COSTUMBRE; ANIMAL CULTURAL; ANIMAL QUE SUEÑA.
6) PASIÓN: SER CREADO; ANIMAL
ENFERMO; SER PASIBLE; SER QUE SE MIENTE.
7) TIEMPO: SER HISTÓRICO; SER
BIOGRÁFICO; ANIMAL EVOLUCIONADO; SER EN EL TIEMPO.
8) LUGAR: CIUDADANO DE DOS
MUNDOS; COSA ENTRE LAS COSAS; SER EN EL MUNDO; ANIMAL TERRITORIAL.
9) DISPOSICIÓN: ANIMAL ERGUIDO.
10) POSESIÓN: SER TECNOLÓGICO;
ANIMAL CON HERRAMIENTAS; ANIMAL DE HÁBITOS.
DEFINICIÓN DEL SER HUMANO
Desde las cuatro causas
Causa eficiente: SER CREADO…
Causa formal: ALMA ENCARNADA…
Causa material: CUERPO ESPIRITUAL…
Causa final: SER ETERNO. HIJO DE DIOS…
ANTROPOLOGÍA CRISTIANA
Definición cristiana del ser
humano: imagen y semejanza de Dios (Gen
1, 27).
Sentidos de la definición:
• Está dotado de las facultades
espirituales, la inteligencia y voluntad, por las cuales puede conocer y amar
libremente a su propio creador, y tiene poder sobre la naturaleza para
gobernarla.
• Puede formar comunidad de
personas (sociedad, familia, grupos humanos), a imagen de la Santísima
Trinidad.
• Es inmortal e individual: “La
vida sobre la tierra es un morar en país extraño” (Gen 47, 9). «Dios creó al
hombre para la inmortalidad y le hizo a imagen de su propia naturaleza» (Sap 2,
23). «No teman a los que matan el cuerpo; no pueden matar el alma» (Mt 10, 28).
«Deseo morir para estar con Cristo» (Phil 1, 23).
Los dos constitutivos
esenciales del hombre (Gen 2, 7)
Concepción católica: Dualidad
sustancial. La persona humana es, al mismo tiempo, un ser corporal y
espiritual. En el hombre el espíritu y la materia forman una única naturaleza.
Esta unidad es tan profunda que, gracias al principio espiritual, que es el
alma, el cuerpo, que es material, se hace humano y viviente, y participa de la dignidad
de la imagen de Dios (Gen 2, 7; Eccl 12, 7; Mt 10, 28; 1 Cor 5, 3; 7, 34).
Otras posturas:
Espiritualismo (Platón): enseñan
que el cuerpo es carga y estorbo para el alma; es ni más ni menos que su
prisión y sepultura. Tan sólo el alma constituye la naturaleza humana; el
cuerpo no es sino una especie de sombra. Según la doctrina de la Iglesia, el
cuerpo es parte esencialmente constitutiva de la naturaleza humana.
Materialismo: el hombre es sólo
materia, sin alma espiritual. Cuando muere, desaparece totalmente, como el
resto de los seres de la naturaleza (Contra esto: Mt 10, 39; 16, 25; Lc 16, 19
ss; 23, 43; Ioh 12, 25 ; Act 7, 59; 2 Cor 5, 6-8).
Relación entre el alma y el
cuerpo
Concepción católica:
Unión sustancial: cuerpo y alma
constituyen una unión intrínseca o unidad de naturaleza, de suerte que el alma
espiritual es por sí misma y esencialmente la forma del cuerpo (Gen 2, 7; Gen
1, 26). «Por el alma tiene el cuerpo sensación y vida» (San Agustín).
Otras posturas:
Unión accidental: El cuerpo y el
alma se hallan vinculados por una unión meramente extrínseca o por sola unidad
de acción, como un recipiente y su contenido o como un piloto y su nave
(Platón, Descartes, Leibniz).
Doctrinas sobre el origen del
alma
Concepción católica:
Creacionismo: Cada alma es creada
directamente por Dios de la nada, en el instante de su unión con el cuerpo.
(Eccl 12, 7: «El espíritu retorna a Dios, que fue quien se lo dio).
Otras posturas:
Preexistencialismo (Platón): las
almas preexistían antes de unirse con sus respectivos cuerpos, y luego, como
castigo de algún delito moral, se vieron condenadas a morar en el cuerpo del
hombre (contra esto: Rom 5, 12 ss; Rom 9, 11)
Emanatismo (gnósticos, maniqueos,
panteístas): las almas se originan por emanación de la sustancia divina, y como
parte de ella.
Generacionismo: los padres son
causa del cuerpo y del alma (el alma no es creada por Dios).
Dones en el estado original
1) Gracia santificante: comunión
plena con Dios. Filiación divina.
2) Los dones de integridad:
El don de rectitud: consiste en
el dominio perfecto de la razón sobre toda tendencia sensitiva o espiritual
(Gen 2, 25). Los primeros padres podían evitar fácilmente el pecado gracias al
don de integridad.
El don de la inmortalidad
corporal: es la posibilidad de no morir corporalmente, representada en el Árbol
de la vida (Rom 5, 12).
El don de impasibilidad: es la
inmunidad de sufrimientos. Se refiere al dolor y el sufrimiento como
consecuencia del pecado.
El don de ciencia: el
conocimiento infundido por Dios de muchas verdades naturales y sobrenaturales.
Los primeros padres no sólo
recibieron para sí la gracia santificante y los dones de integridad, sino
también para transmitirla a sus descendientes.
Estados de la naturaleza
humana
Estado de naturaleza elevada (o
de justicia original): en él se encontraban los primeros padres antes de
cometer el primer pecado. Poseían la
gracia santificante y los dones preternaturales de integridad.
Estado de naturaleza caída (o de
pecado original): estado que siguió inmediatamente al pecado de Adán, en el
cual el hombre, como castigo por el pecado, carece de la gracia santificante y
de los dones de integridad.
Estado de naturaleza reparada:
estado de restauración operado por la gracia redentora de Cristo; en este
estado, el hombre posee la gracia santificante, más no los dones
preternaturales de integridad.
Estado de naturaleza glorificada:
es el estado de aquellos que han alcanzado ya la visión beatífica de Dios, que
es el último fin sobrenatural del hombre. Comprende en sí la gracia
santificante en toda su perfección. Después de la resurrección de la carne,
abarcará también, con respecto al cuerpo, los dones preternaturales de
integridad en toda su perfección (no poder pecar, ni morir, ni sufrir).
El hombre como varón y mujer -
misión
El hombre y la mujer han sido
creados por Dios con igual dignidad en cuanto personas humanas y, al mismo
tiempo, con una recíproca complementariedad en cuanto varón y mujer. Dios los
ha querido el uno para el otro, para una comunión de personas. Juntos están
también llamados a transmitir la vida humana, formando en el matrimonio «una
sola carne» (Gn 2, 24), y a dominar la tierra como «administradores» de Dios.
LA DOCTRINA REVELADA ACERCA DEL HOMBRE
O ANTROPOLOGÍA CRISTIANA
1. LA NATURALEZA DEL HOMBRE
§ 13. EL ORIGEN DE LA PRIMERA
PAREJA HUMANA Y LA UNIDAD DEL GINERO HUMANO
1. Origen del primer hombre
El primer hombre fue creado
por Dios (de fe).
La Sagrada Escritura relata en
dos lugares la creación del primer hombre; Gen 1, 27: «Y creó Dios al hombre a
imagen suya, a imagen de Dios le creó, y los creó varón y hembra»; Gen 2, 7:
«Formó Yahvé Dios al hombre del polvo de la tierra, y le inspiró en el rastro
aliento de vida, y fue así el hombre ser animado».
Conforme al sentido obvio y
literal de este pasaje, Dios formó directamente de materia inorgánica el cuerpo
del primer hombre («de polvo de la tierra») y lo animó infundiéndole el alma
espiritual. Podemos distinguir en el relato bíblico sobre la creación del
hombre entre la verdad religiosa inspirada per se (a saber: que el hombre ha
sido creado por Dios en cuanto al cuerpo y al alma) y la exposición inspirada
per accidens —• y de índole notablemente antropomórfica—del modo como tuvo
lugar aquella creación. Mientras que es necesario admitir en su sentido literal
que el hombre fue creado por Dios, podemos apartarnos, por razones importantes,
de la interpretación literal del modo como se verificó la formación del cuerpo
del primer hombre.
Los santos padres enseñan
unánimemente que Dios creó directamente a todo el hombre en cuanto al cuerpo y
en cuanto al alma. En el modo de la creación de Eva ven figurada la igualdad
esencial de la mujer con el hombre, la institución divina del matrimonio y el origen
de la Iglesia y los sacramentos del costado herido de Cristo, segundo Adán; cf.
SAN AGUSTÍN, In loh. tr. 9, 10. Eccl 17, 5 (Vg); 1 Cor 11, 8.
2. Unidad del género humano
Todo el género humano procede
de una sola pareja humana (sent. cierta).
Contra la teoría de los preadamitas (defendida primeramente por
el calvinista Isaac de La Peyrére, 1655) y la concepción de algunos naturalistas modernos, que enseñan que
las distintas razas humanas se derivan de varios troncos independientes (poligenisnio), la Iglesia nos enseña
que los componentes de la primera pareja humana: Adán y Eva, fueron los
protoparentes de todo el género humano (monogenismo). La doctrina de la unidad
del género humano no es dogma de fe, pero es base necesaria de los dogmas del
pecado original y de la redención del hombre. Según declaración de la Comisión
Bíblica, la unidad del género humano es uno de aquellos hechos que afectan a
los fundamentos de la religión cristiana y que, por tanto, deben ser entendidos
en su sentido literal e histórico (Dz 2123). La encíclica Humani generis de Pío
xii (1950) rechaza el poligenismo por considerarlo incompatible con la doctrina
revelada acerca del pecado original; Dz 3028.
El segundo relato de la creación
de Gen 2, 4b-3, 24 presenta la creación de una única pareja humana de la que
todos los demás hombres descienden. Se hace hincapié en que aún no existía
ningún hombre que cultivara la tierra (2, 5), que el hombre creado por Dios se
hallaba solo (2, 18), que Eva había de ser la madre de todos los vivientes (3,
20).
Desde el punto de vista
científico el monogenismo no puede ser demostrado, pero a su vez tampoco puede
serlo el poligenismo, pues los hallazgos de la paleontología nada dicen sobre
este particular. Las diferencias raciales sólo afectan a las características
externas. La coincidencia esencial de todas las razas en la constitución física
y en las disposiciones psíquicas parece indicar un origen común.
§ 14. Los ELEMENTOS CONSTITUTIVOS
DE LA NATURALEZA HUMANA
1. Los dos constitutivos esenciales del hombre
El hombre consta de dos partes
esenciales: el cuerpo material y el alma espiritual (de fe). Dz 428, 1783.
Se opone a la doctrina de la
Iglesia el espiritualismo exagerado
de Platón y de los origenistas. Éstos enseñan que el cuerpo es carga y estorbo
para el alma; es ni más ni menos que su mazmorra y sepultura. Tan sólo el alma
constituye la naturaleza humana; el cuerpo no es sino una especie de sombra.
Según la doctrina de la Iglesia, el cuerpo es parte esencialmente constitutiva
de la naturaleza humana.
Cuando San Pablo nos habla de
lucha entre la carne y el espíritu (Rom 7, 14 ss), y cuando suspira por verse
libre de este cuerpo de muerte (Rom 7, 24), no piensa en la condición física
del cuerpo, sino en el deplorable estado de desorden moral en que se halla por
el pecado.
Es igualmente incompatible con el
dogma católico el tricotomismo que
enseñaron Platón, los gnósticos, maniqueos y apolinaristas, y en los tiempos
modernos Anton Günther. Esta doctrina enseña que el hombre consta de tres
partes esenciales: el cuerpo, el alma animal y el alma espiritual.
El VIII concilio universal de
Constantinopla (869-870) condenó semejante doctrina bianimica declarando como
dogma católico que el hombre no posee más que una sola alma racional (Dz 338).
El alma espiritual es principio de la vida espiritual y, al mismo tiempo, lo es
de la vida animal (vegetativa y sensitiva); Dz 1655, nota 3.
La Sagrada Escritura nos enseña que el hombre es un compuesto de dos
partes esenciales, unión que ha de volver a disolverse en dos partes; Gen 2, 7:
«El Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra y sopló en su rostro el
aliento de vida (spiraculum vitae = principio vital, alma), y así el hombre
vino a ser un ser viviente»; Eccl 12, 7: «[Acuérdate de tu Hacedor] antes de que
el polvo se vuelva a la tierra de donde salió y el espíritu retorne a Dios que
le dio el ser»; cf. Mt 10, 28; 1 Cor 5, 3; 7, 34.
Se prueba especulativamente la
unicidad del alma en el hombre por testimonio de la propia conciencia, por la
cual somos conscientes de que el mismo yo es principio de la actividad
espiritual lo mismo que de la sensitiva y vegetativa.
2. Relación entre el alma y el cuerpo
El alma racional es
inmediatamente la forma sustancial del cuerpo (de fe).
El cuerpo y el alma no se hallan
vinculados por una unión meramente
extrínseca o por sola unidad de acción, como un recipiente y su contenido o
como un piloto y su nave (Platón, Descartes, Leibniz); antes bien, cuerpo y
alma constituyen una unión intrínseca o unidad de naturaleza, de suerte que el
alma espiritual es por sí misma y esencialmente la forma del cuerpo (Dz 481;
cf. 738, 1655).
Según Gen 2, 7, la materia del
cuerpo se convierte en cuerpo humano vivo en cuanto se le infunde el alma, la
cual, según Gen 1, 26, es espiritual, pasando entonces el cuerpo a formar parte
constitutiva de la naturaleza humana. Según la visión de Ezequiel 37, 1 ss, los
miembros muertos del cuerpo se despertaron a la vida por el alma espiritual.
Los santos padres entendían que
la unión de cuerpo y alma era tan íntima que llegaron a compararla con la unión
hipostática; cf. el símbolo Quicumque (Dz 40). SAN AGUSTÍN enseña: «Por el alma
tiene el cuerpo sensación y vida» (De civ. Dei xxt 3, 2); cf. SAN JUAN
DAMASCENO, De fide orth. u 12.
3. Individualidad e inmortalidad del alma
Cada hombre posee un alma
individual e inmortal (de fe).
El v concilio universal de Letrán
(1512-17) condenó a los neo-aristotélicos de tendencia humanista (Pietro
Pomponazzi), los cuales renovaron el monopsiquismo
averroista enseñando que el alma racional es en todos los hombres la misma
numéricamente y que solamente esa alma universal es la que goza de
inmortalidad. «Condenamos y reprobamos a todos los que afirman que el alma
intelectiva es mortal o que es una sola en todos los hombres»; Dz 738. La
individualidad del alma es presupuesto necesario de la inmortalidad personal.
En el Antiguo Testamento, resalta mucho la idea de la retribución en esta
vida. Sin embargo, aun los libros más antiguos (contra lo que afirma la crítica
racionalista) conocen la fe en la inmortalidad. La vida sobre la tierra, según
apreciación de la Sagrada Escritura en Gen 47, 9, es un morar en país extraño.
Los muertos van a reunirse con sus padres (Gen 15, 15), se juntan con los de su
pueblo (Gen 25, 8 y 17, etc.), van a dormirse con sus padres (Deut 31, 16; 3
Reg 2, 10, etc.). El alma, después de la muerte, entra en el seol, es decir, en
una mansión común donde moran las almas separadas de los cuerpos (Gen 37, 35).
Los libros más modernos, sobre todo el libro de la Sabiduría, abundan en
testimonios de la fe en la inmortalidad del alma que abrigaba el pueblo
israelita; cf. especialmente Sap 2, 23: «Dios creó al hombre para la
inmortalidad y le hizo a imagen de su propia inmortalidad» (según otra variante:
«de su propia naturaleza»).
La fe en la vida futura,
claramente expresada en el Nuevo
Testamento, se apoya en la firme convicción de la inmortalidad personal.
Jesús enseñaba: «No temáis a los que matan el cuerpo, que al alma no pueden
matarla» (Mt 10, 28). SAN PABLO está convencido de que inmediatamente después
de la muerte (no después de la resurrección) alcanzará la unión con Cristo:
«Deseo morir para estar con Cristo» (Phil 1, 23). La doctrina sobre la muerte
del alma (tnetopsiquismo) es totalmente desconocida en la Sagrada Escritura;
cf. Mt 10, 39 ; 16, 25 ; Lc 16, 19 ss ; 23, 43; Ioh 12, 25 ; Act 7, 59; 2 Cor
5, 6-8.
Los santos padres no sólo
testifican unánimemente el hecho de la inmortalidad, sino que al mismo tiempo
la razonan con argumentos filosóficos.
Tratan de ella desde un punto de
vista filosófico SAN GREGORIO NISENo en su Dialogus de anima et resurrectione y
SAN AGUSTÍN en su monografía De immortalitate animae.
La razón natural prueba la
inmortalidad del alma por su simplicidad física. Como no está compuesta de
partes, no puede tampoco disolverse en partes. Dios podría, sin duda, aniquilar
el alma; pero es conforme a la sabiduría y bondad de Dios que satisfaga en la
vida futura el ansia natural del alma por alcanzar la verdad y la dicha, y es
conforme con la justicia divina que retribuya cumplidamente al alma en la otra
vida.
§ 15. EL ORIGEN DE CADA ALMA
HUMANA
En los descendientes de Adán, el
origen del alma está vinculado a la generación natural. Sobre este hecho existe
conformidad, pero hay diversidad de opiniones cuando se trata de explicar cómo
tiene origen el alma.
1. Preexistencianismo
Esta doctrina, ideada por Platón
y enseñada en los primeros tiempos del Cristianismo por Orígenes y algunos
seguidores suyos (Didimo de Alejandría, Evagrio Póntico, Nemesio de Emesa) y
por los priscilianistas, mantiene que las almas preexistían antes de unirse con
sus respectivos cuerpos (según Platón y Orígenes, desde toda la eternidad), y
luego, como castigo de algún delito moral, se vieron condenadas a morar en el cuerpo
del hombre, desterradas' de los espacios etéreos. Semejante doctrina fue
condenada en un sínodo de Constantinopla (543) contra los origenistas y en un
sínodo de Braga (561) contra los priscilianistas; Dz 203, 236.
Es completamente extraña a la
Sagrada Escritura la idea de que las almas existieran antes de su unión, con el
cuerpo y de que en dicho estado cometiesen una culpa moral. Incluso el pasaje
del libro de la Sabiduría, 8, 19 s: «Era yo un niño de buen natural, que
recibió en suerte un alma buena. Porque siendo bueno vine a un cuerpo sin
mancilla», no se puede entender en el sentido de la preexistencia platónica,
pues las ideas antropológicas del 'libro de la sabiduría son radicalmente
distintas de las de Platón. Según testimonio expreso de la Sagrada Escritura,
el primer hombre, creado por Dios, era bueno en cuanto al cuerpo y en cuanto al
alma (Gen 1, 31). El pecado entró en el mundo por la desobediencia de nuestros
primeros padres (Gen 3, 1 ss; Rom 5, 12 ss). San Pablo excluye directamente la
idea de un pecado cometido en un estadio precorporal: «Cuando todavía no habían
nacido ni habían hecho aún bien ni mal» (Rom 9, 11).
Los santos padres, con muy pocas
excepciones, son contrarios al preexistencianismo de Orígenes; cf. SAN GREGORIO
NACIANCENO, Or. 37, 15; SAN GREGORIO NISENO, De anima et resurr., § 15, 3; SAN
AGUSTÍN, Ep. 217, 5, 16; SAN LEÓN I, Ep. 15, 10. Contra la teoría de la
preexistencia del alma nos habla también el testimonio de la propia conciencia;
cf. S.th. t 118, 3.
2. Emanatismo
El emanatismo, representado en la
antigüedad por el dualismo de los gnósticos y maniqueos y enseñado en la edad
moderna por los panteístas, sostiene que las almas se originan por emanación de
la sustancia divina. Tal doctrina contradice la absoluta simplicidad de Dios y
fue condenada como herética, juntamente con el panteísmo, en el concilio del
Vaticano; Dz 1804; cf. Dz 347. SAN AGUSTÍN dice: «El alma no es una partícula
de Dios, pues, si así fuera, sería inmutable e indestructible bajo cualquier
respecto» (Ep. 166, 2, 3).
3. Generacionismo
El generacionismo atribuye el
origen del alma humana, lo mismo que el del cuerpo humano, al acto generador de
los padres. Ellos son causa del cuerpo y del alma. La forma más material de
generacionismo es el traducianisno, defendido por Tertuliano, el cual enseña
que con el semen orgánico de Ios padres pasa al hijo una partícula de la
sustancia animica de los mismos (tradux). La forma más espiritual de
generacionismo, considerada posible por San Agustín y defendida en el siglo pasado
como probable por Klee, Rosmini y algunos otros, mantienen la espiritualidad
del alma, pero enseña que el alma del hijo procede de un semen spirituale de
los padres.
El generacionismo es incompatible
con la simplicidad y espiritualidad del alma. El papa Benedicto xti exigió a
los armenios como condición indispensable para la unión que abjuraran de la
doctrina generacionista; I)z 533. León xiit condenó la doctrina de Rosmini; Dz
1910.
4. Creacionismo
Cada alma es creada directamente
por Dios de la nada (sent. cierta).
El creacionismo, defendido por la
mayor parte de los santos padres, de los escolásticos y de los teólogos
modernos, enseña que cada alma es creada por Dios de la nada en el instante de
su unión con el cuerpo. Tal doctrina no está definida, pero se halla expresada
indirectamente en la definición del concilio v de Letrán (Dz 738). Alejandro
vii, en una declaración sobre la Concepción Inmaculada de María que sirvió como
base de la definición dogmática de Pío Ix, habla de la «creación e infusión»
del alma de la Virgen en su cuerpo («in primo instanti creationis atque
infusionis in corpus»); Dz 1100; cf. Dz 1641. Pío xii enseña en la encíclica
Humani generis (1950): «que la fe católica nos enseña a profesar que las almas
son creadas inmediatamente por Dios»; Dz 3027; cf Dz 348 (León Ix).
No nos es posible presentar una
prueba contundente de Escritura en favor del creacionismo. No obstante, lo
hallamos insinuado en Eccl 12, 7 («El espíritu retorna a Dios, que fue quien le
dio»), Sap 15, 11 (infusión del alma por Dios) y Hebr 12, 9 (distinción entre
los padres de la carne y el Padre del espíritu = Dios).
La mayor parte de los santos
padres, sobre todo los griegos, son partidarios del creacionismo. Mientras que
San Jerónimo salió decididamente en favor del creacionismo, SAN AGUSTÍN anduvo
vacilando toda su vida entre el generacionismo y el creacionismo (Ep. 166). Le
impedía confesar decididamente el creacionismo la dificultad que hallaba en
conciliar la creación inmediata del alma por Dios con la propagación del pecado
original. Por influjo de San Agustín, perduró en los tiempos siguientes cierta
vacilación, hasta que con el periodo de apogeo de la escolástica el
creacionismo halló plena aceptación. SANTO TOMÁS llegó incluso a calificar de
herética la doctrina generacionista; S.th. i 118, 2.
Instante en que es creada e
infundida el alma.
Según la opinión del
escolasticismo aristotélico, en el embrión humano se suceden temporalmene tres
formas vitales distintas, de suerte que la forma subsiguiente viene a asumir
las funciones de la correspondiente anterior, a 'saber: la forma vegetativa, la
sensitiva y, por último (después de 40 a 90 días), la espiritual. De ahí la
distinción que hicieron los escolásticos entre foetus informis y foetus
formatos, la cual se pretenda fundar en un pasaje bíblico (Ex 21, 22; según la
versión de los Setenta y la Vetus latina). El feto informe era considerado como
un ser puramente animal: y el feto formado, como ser humano; siendo juzgada
como asesinato la voluntaria occisión de este último. La filosofía cristiana
moderna sostiene de forma unánime la sentencia de que en el mismo instante, o
poco después, de la concepción tiene lugar la creación e infusión del alma espiritual;
cf. Dz 1185; CIC 747.
II. LA ELEVACIÓN DEL HOMBRE Al ESTADO
SOBRENATURAL
§ 16. CONCEPTO DE LO SOBRENATURAL
1. Definición
a) Natural, por contraposición a sobrenatural, es todo aquello que
forma parte de la naturaleza o es efecto de la misma o es exigido por ella. El
orden natural es la ordenación de todas las criaturas al fin último correspondiente
a su naturaleza.
San Agustín usa frecuentemente la
palabra «natural» conforme a su etimología (natura=nascitura), en el sentido de
«original» o «primitivo» (originalis), y algunas veces también en el sentido de
«conforme o conveniente a la naturaleza» (conveniens). Según esta acepción de
San Agustín el conjunto de dones «naturales» del hombre comprende también Ios
dones sobrenaturales en su estado primitivo de elevación; cf. Dz 130: naturales
possibilitas.
b) Sobrenatural es todo aquello que no constituye parte de la
naturaleza ni es efecto de ella ni entra dentro de las exigencias a las que
tiene título la misma, sino que está por encima del ser, de las fuerzas y de
las exigencias de la naturaleza. Lo sobrenatural es algo que rebasa las
potencias y exigencias naturales y que es añadido a los dones que una criatura
tiene por naturaleza. El orden sobrenatural es la ordenación de las criaturas
racionales a un fin último sobrenatural.
2. División
Lo sobrenatural se divide en:
a) Sobrenatural sustancial («supernaturale secundum substantiam») y sobrenatural modal («supernaturale
secunduni modum»). Es sobrenatural sustancial lo que por su ser interno excede
a la naturaleza de una criatura, v.g., conocer el misterio de la Santísima
Trinidad, poseer gracias actuales, la gracia santificante, la visión beatífica
de Dios. Es sobrenatural modal un efecto que por su ser interno es natural, más
por el modo con que es producido supera las fuerzas naturales de la criatura,
v.g., una curación milagrosa.
b) Sobrenatural absoluto, o simplemente tal («supernaturale
simpliciter»), y sobrenatural relativo,
o en un determinado respecto ("supernaturale secundum quid»). El
sobrenatural absoluto comprende bienes de orden divino y supera, por
tanto, las fuerzas de toda criatura, v.g., la gracia santificante, la visión
beatífica de Dios. El sobrenatural relativo comprende bienes de orden creado,
y aunque es sobrenatural para una determinada criatura, no lo es para todas,
v.g., la ciencia infusa que es natural en el ángel y, en cambio, en el hombre
es algo sobrenatural. Entre lo sobrenatural relativo se cuentan los dones
llamados preternaturales del estado primitivo en que Dios creó al hombre.
§ 17. RELACIÓN ENTRE LA
NATURALEZA Y LO SOBRENATURAL
1. La capacidad de la naturaleza para la recepción de lo sobrenatural
La naturaleza de la criatura
posee una capacidad receptiva de lo sobrenatural (sent. cierta).
Aun cuando lo sobrenatural se
halle muy por encima de la naturaleza, con todo esta última posee un punto de
partida o cierta receptibilidad para lo sobrenatural: la llamada potencia
obediencial. Por ella entendemos la potencia pasiva, propia de la criatura
y fundada en su total dependencia del Hacedor, para ser elevada por éste a un
ser y actividad sobrenatural; cf. S.th. III 11, 1.
2. Vinculación orgánica de la naturaleza con lo sobrenatural
a) Lo sobrenatural presupone
la naturaleza (sent. común).
Lo sobrenatural no subsiste en sí
mismo, sino en otro; no es, por tanto, sustancia, sino accidente. Lo
sobrenatural requiere una naturaleza creada en que pueda sustentarse y actuar.
b) Lo sobrenatural perfecciona
la naturaleza (sent. común).
Lo sobrenatural no es algo que se
añada de forma extrínseca a la naturaleza, sino que constituye con ella una unión
intrínseca y orgánica. Penetra la esencia y las fuerzas de la naturaleza
perfeccionándola, o bien dentro del orden creado (dones prenaturales), o bien
elevándola al orden divino del ser y del obrar (dones absolutamente
sobrenaturales). Los padres de la Iglesia y los teólogos comparan lo
sobrenatural con el fuego que encandece el hierro o con el vástago fértil de
exquisita planta, injertado en un patrón silvestre.
3. El fin natural y
sobrenatural del hombre
Dios ha señalado al hombre un fin
último sobrenatural (de fe).
El concilio del Vaticano funda la
necesidad absoluta de la revelación en la destinación del hombre a un fin
sobrenatural (Dz 1786; cf. Dz 1808). El fin último sobrenatural consiste en la
participación del conocimiento que Dios tiene de sí mismo, fin cuya consecución
redunda en gloria sobrenatural para Dios y en dicha sobrenatural para el
hombre; cf. 1 Cor 13, 12; 1 loh 3, 2 (v. De Dios Uno y Trino, § 6).
El fin natural del hombre, que
consiste en el conocimiento y amor natural de Dios y del cual redunda una
glorificación natural de éste y una felicidad natural del hombre, se halla
subordinado al fin sobrenatural. Todo el orden natural no es más que un medio
para conseguir el fin último sobrenatural. El hombre, por razón de su total
dependencia de Dios, está obligado a procurar la consecución de su fin último
sobrenatural. Si yerra en este propósito, no podrá conseguir tampoco el fin
natural; cf. Mc 16, 16.
§ 18. DONES SOBRENATURALES DEL
PRIMER HOMBRE
1. La gracia santificante
Nuestros primeros padres
estaban dotados de gracia santificante antes del pecado original (de fe).
a) El concilio de Trento, frente
al pelagianismo y al moderno
racionalismo, lo enseña (Dz 788; cf. Dz 192).
Contra Bayo y el jansenista
Quesnel, el sagrado magisterio de la Iglesia declaró el carácter sobrenatural
de los dones del estado primitivo del hombre; Dz 1021-1026, 1385; cf. Dz 1516,
2318.
En la narración bíblica se da a
entender la elevación del hombre al estado sobrenatural por el tono filial con
que tratan nuestros primeros padres a Dios en el Paraíso. Una prueba cierta de
tal elevación la hallamos en la soteriología del apóstol San Pablo. El Apóstol
nos enseña que Cristo, segundo Adán, ha restaurado lo que el primero había
echado a perder, a saber: el estado de santidad y justicia. Si Adán lo perdió,
tuvo que poseerlo antes; cf. Rom 5, 12 ss ; Eph 1, 10 ; 4, 23 s ; 1 Cor 6, 11;
2 Cor 5, 17; Gal 6, 15 ; Rom 5, 10 s ; 8, 14 ss.
Los santos padres entendieron que
la dotación sobrenatural del hombre en el Paraíso estaba indicada en Gen 1, 26
(similitudo = semejanza sobrenatural con Dios), en Gen 2, 7 (spiraculum vitae =
principio de la vida sobrenatural) y en Eccl 7, 30; «He aquí que sólo he
hallado esto: que Dios creó al hombre recto» (rectum=iustum). SAN AGUSTÍN
comenta que nuestra renovación (Eph 4, 23) consiste en «recibir la justicia que
el hombre había perdido por el pecado» (De Gen. ad litt. vi 24, 35). SAN JUAN
DAMASCENO afirma: (El Hacedor concedió al hombre su gracia divina, y por medio
de ella le hizo participante de su propia vida» (De fide orth. it 30).
b) En cuanto al instante en que
tendría lugar tal elevación, la mayor parte de los teólogos están de acuerdo
con Santo Tomás y su escuela en
afirmar que nuestros primeros padres fueron ya creados en estado de gracia
santificante. Por el contrario, Pedro Lombardo y la Escuela Franciscana enseñan
que los protoparentes, al ser creados, recibieron únicamente los dones
preternaturales de integridad, debiendo disponerse con ayuda de gracias
actuales a la recepción de la gracia santificante. El concilio de Trento dejó
intencionadamente sin resolver esta cuestión (por eso dice: «in qua constitutus
erat», y no «creatus erat» ; Dz 788). Los santos padres exponen la misma
sentencia de Santo Tomás; cf. Dz 192; SAN JUAN DAMASCENO, I)e fide orth. ii 12;
S.th. r 95, 1.
2. Los dones de integridad
La dotación sobrenatural de
nuestros primeros padres (iustitia originalis) comprendía, además de la gracia
santificante absolutamente sobrenatural, ciertos dones preternaturales, los
denominados dona integritatis:
a) El don de rectitud o integridad en sentido estricto, es decir, la inmunidad
de la concupiscencia (sent. próxima a la fe).
Concupiscencia, en sentido
dogmático, es la tendencia espontánea, bien sea sensitiva o espiritual, que
precede a toda reflexión del entendimiento y toda resolución de la voluntad y
que persiste aun contra la decisión de esta última. El don de integridad
consiste en el dominio perfecto del libre albedrío sobre toda tendencia
sensitiva o espiritual, pero deja subsistir la posibilidad del pecado.
El concilio tridentino declara que la concupiscencia es denominada
«pecado» por San Pablo porque deriva del pecado e inclina al mismo («quia ex peccato
et ad peccatum inclinat»; Dz 792). Y si procede del pecado, señal de que no
existía antes de él; cf. Dz 2123, 1026.
La Sagrada Escritura da
testimonio de la perfecta armonía que existía entre la razón y el apetito
sensitivo; Gen 2, 25: «Estaban ambos desnudos... sin avergonzarse por ello».
El sentimiento del pudor se despertó por el pecado; Gen 3, 7 y 10.
Los santos padres defendieron el
don de integridad frente a los
pelagianos, los cuales no veían en la concupiscencia un defecto de la
naturaleza (defectus naturae), sino un poder de la misma (vigor naturae). SAN
AGUSTÍN enseña que nuestros primeros padres podían evitar fácilmente el pecado
gracias al don de integridad (posse non peccare; De corrept. et gratia 12, 33).
b) El don de la inmortalidad, es decir, la inmortalidad
corporal (sent. próxima a la fe).
El concilio de Trento enseña que Adán, por el pecado, incurrió en el
castigo de la muerte corporal (Dz 788; cf. Dz 101, 175, 1078, 2123).
La Sagrada Escritura refiere que
Dios conminó con la muerte si se desobedecía al precepto que Dios había dado; y
así lo hizo después de la transgresión de nuestros primeros padres (Gen 2, 17;
3, 19) ; cf. Sap 1, 13 : «Dios no hizo la muerte» ; Rom 5, 12 : «Por un hombre
entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte».
Debemos representarnos el don de
la inmortalidad, tal como nos enseña SAN AGUSTÍN, como posse non mori (De Gen.
ad litt. vi 25, 36) (como posibilidad de no morir), y no como non posse mori
(como imposibilidad de morir). Los santos padres opinaron que la inmortalidad
les era proporcionada por el árbol de la vida; Gen 2, 9; 3, 22.
Partiendo del principio de que el
pecado no cambió la naturaleza del hombre, algunos teólogos modernos entienden
así el don de la inmortalidad: el hombre inocente en su estado originario
moriría ciertamente, si bien la muerte no le sería tan dolorosa como lo es para
el hombre caído en el pecado. El concilio de Trento, que declara la muerte como
consecuencia del pecado, no dice nada en contra, toda vez que él se refiere a
la muerte empírica, tal como es experimentada por el hombre.
c) El don de impasibilidad, es decir, la inmunidad de sufrimientos (sent.
común).
Aclaremos que este don debemos
concebirlo como posse non pati (posibilidad de quedar libres del sufrimiento);
guarda íntima relación con el don de la inmortalidad corporal.
La Sagrada Escritura considera el dolor y el sufrimiento como
consecuencia del pecado; Gen 3, 16 ss. Antes de pecar, nuestros primeros
padres vivían en un estado de felicidad no turbada por ninguna molestia (cf.
Gen 2, 15 [Vg]: «in paradiso voluptatis»). Pero advirtamos que impasibilidad no
significa inactividad. Nuestros primeros padres, poco después de haber sido
creados por Dios, recibieron el encargo divino de cultivar la tierra (Gen 2,
15) participando a su modo en la obra de la creación.
Algunos teólogos modernos entienden la impasibilidad en el sentido
de que los dolores no habrían faltado, ciertamente, si bien el hombre en estado
de inocencia y lleno del amor a Dios no los habría sentido tan dolorosamente
como el hombre culpable.
d) El don de ciencia, es decir, el conocimiento infundido por Dios de
muchas verdades naturales y sobrenaturales (sent. común).
Como nuestros primeros padres,
según se desprende de la narración bíblica, comenzaron a existir en edad adulta
y estaban destinados a ser los primeros maestros y educadores de toda la
humanidad, era conveniente que Dios les dotara con conocimientos naturales
correspondientes al grado de edad en que habían sido creados y a la misión que
tenían que desempeñar, dándoles, además, toda la cantidad necesaria de conocimientos
sobrenaturales para el logro del fin sobrenatural que les había sido asignado.
La Sagrada Escritura nos indica el
profuso conocimiento de Adán al referir que éste fue imponiendo nombres a
todos los animales (Gen 2, 20) y que en seguida conoció cuál fuera la
naturaleza y misión de la mujer (Gen 2, 23 s); cf. SAN AGUSTÍN, Op. imperf. c.
lul. v, 1.
La escolástica ha aumentado
abusivamente el saber profano de los primeros padres (cf. S.th. 194, 3). La
Sagrada Escritura no ofrece para ello punto alguno de apoyo. El sentido de la
imposición de nombres (Gen 2, 20) es expresar la supremacía del hombre sobre
los animales. Teólogos modernos reducen el saber profano del primer hombre a un
comportamiento instintivo seguro frente a su medio.
Sobre la duración del estado
primitivo nada puede inferirse de la revelación. Se puede pensar que el primer
acto de libre decisión del hombre fue el pecado. En este caso, la duración del
estado primitivo debió ser sumamente breve.
3. Los dones primitivos, dones
hereditarios
Adán no sólo recibió para si la
gracia santificante, sino también para transmitirla a sus descendientes (sent.
cierta).
El concilio de Trento enseña que Adán no sólo perdió para sí la
santidad y justicia (= gracia santificante) que había recibido de Dios, sino
que la perdió también para nosotros; Dz 789. De ahí inferimos que él no la
recibió únicamente para sí, sino también para nosotros sus descendientes. Lo
mismo se puede decir, según consentimiento unánime de los santos padres y
teólogos, de los dones preternaturales de integridad (exceptuando el don de
ciencia); pues éstos fueron concedidos por razón de la gracia santificante.
Adán no recibió los dones del estado primitivo como un mero individuo
particular, sino como cabeza del género humano; ellos constituían un regalo
hecho a la naturaleza humana como tal (donum naturae) y debían pasar, conforme
a esta ordenación positiva de Dios, a todos los individuos que recibieran por
generación la naturaleza humana. La justicia primitiva tenía, por tanto,
carácter hereditario.
Los santos padres comentan que
nosotros, descendientes de Adán, recibimos la gracia de Dios y la perdimos por
el pecado. Este modo de hablar presupone claramente que las gracias concedidas
primitivamente a Adán debían pasar a sus descendientes; cf. SAN BASILIO (?),
Sermo asc. I : «Volvamos a la gracia primitiva, de la que fuimos despojados por
el pecado» ; SAN AGUSrlN, De spir. et litt. 27, 47; S.th. 1100, 1; Comp. theol.
187.
§ 19. Los DISTINTOS ESTADOS DE LA
NATURALEZA HUMANA
Por estado de la naturaleza
humana se entiende la situación interna de la susodicha naturaleza con respecto
al fin último señalado por Dios. Se distingue entre estados históricos o reales
y estados meramente posibles.
1. Estados reales
a) Estado de naturaleza elevada (o de justicia original); en él se encontraban
los protoparentes antes de cometer el primer pecado, poseyendo el don
absolutamente sobrenatural de la gracia santificante y los dones
preternaturales de integridad.
b) Estado de naturaleza caída (o de pecado original); tal fue el estado que
siguió inmediatamente al pecado de Adán, en el cual el hombre, como castigo por
el pecado, carece de la gracia santificante y de los dones de integridad.
c) Estado de naturaleza reparada. Estado en que fue restaurado por la gracia
redentora de Cristo; en el que el hombre posee la gracia santificante, mas no
los dones preternaturales de integridad.
d) Estado de naturaleza glorificada. Es el estado de aquellos que han alcanzado
ya la visión beatífica de Dios, que es el último fin sobrenatural del hombre.
Comprende en sí la gracia santificante en toda su perfección. Después de la
resurrección de la carne, abarcará también, con respecto al cuerpo, los dones
preternaturales de integridad en toda su perfección (no poder pecar, ni morir,
ni sufrir).
Es común a todos los estados
reales el fin último sobrenatural de la visión beatífica de Dios.
2. Estados meramente posibles
a) Estado de naturaleza pura, en el cual el hombre poseería todo aquello —y nada
más que aquello— que pertenece a su naturaleza humana, y en el cual no podría
conseguir más que un fin último puramente natural.
Lutero, Bayo y Jansenio negaron que fuera posible semejante estado
de naturaleza pura, pero la Iglesia enseña con certeza su posibilidad. Así se
desprende lógicamente de sus enseñanzas acerca del carácter sobrenatural de los
dones concedidos a nuestros primeros padres en el estado de justicia original.
Pío v condenó la proposición de Bayo: «Deus non potuisset ab initio talem
creare hominem, qualis nunc nascitur»; Dz 1055. De suerte que Dios pudo haber
creado al hombre sin los dones estrictamente sobrenaturales y preternaturales,
pero no en estado de pecado.
San Agustín y los doctores de la
escolástica enseñan expresamente que es en sí posible el estado de naturaleza
pura; cf. SAN AGUSTfN, Retract. 18 (9), 6; SANTO TOMÁS, In Sent. ii d. 31 q. 1
a. 2 ad 3.
b) Estado de naturaleza integra, en el cual el hombre hubiera poseído,
juntamente con todo lo debido a su naturaleza, los dones preternaturales de
integridad para conseguir más fácil y seguramente su fin último natural.
III. EL HOMBRE Y SU CAÍDA DEL
ESTADO SOBRENATURAL
§ 20. EL PECADO PERSONAL DE
NUESTROS PRIMEROS PADRES O PECADO ORIGINAL ORIGINANTE
1. El acto pecaminoso
Nuestros primeros padres
pecaron gravemente en el Paraíso transgrediendo el precepto divino que Dios les
había impuesto para probarles (de fe, por ser doctrina del magisterio
ordinario y universal de la Iglesia).
El concilio de Trento enseña que Adán perdió la justicia y la santidad
por transgredir el precepto divino; Dz 788. Como la magnitud del castigo toma
como norma la magnitud de la culpa, por un castigo tan grave se ve que el
pecado de Adán fue también grave o mortal.
La Sagrada Escritura refiere, en
Gen 2, 17 y 3, 1 ss, el pecado de nuestros primeros padres. Como el pecado de
Adán constituye La, base de los dogmas del pecado original y de la redención
del género humano, hay que admitir en sus puntos esenciales la historicidad del
relato bíblico. Según respuesta de la Comisión Bíblica del año 1909, no es
lícito poner en duda el sentido literal e histórico con respecto a los hechos
que mencionamos a continuación: a) que al primer hombre le fue impuesto un
precepto por Dios a fin de probar su obediencia ; b) que transgredió este
precepto divino por insinuación del diablo, presentado bajo la forma de una
serpiente; c) que nuestros primeros padres se vieron privados del estado primitivo
de inocencia; Dz 2123.
Los libros más recientes de la
Sagrada Escritura confirman este sentido literal e histórico; Eccli 25, 33:
«Por una mujer tuvo principio el pecado y por ella morimos todos»; Sap. 2, 24:
«Por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo»; 2 Cor 11, 3: «Pero
temo que, como la serpiente engañó a Eva con su astucia, también corrompa
vuestros pensamientos apartándolos de la entrega sincera a Cristo»; cf. 1 Tim
2, 14; Rom 5, 12 ss ; Ioh 8, 44. Hay que desechar la interpretación mitológica
y la puramente alegórica (de los alejandrinos).
El pecado de nuestros primeros
padres fue en su índole moral un
pecado de desobediencia; cf. Rom 5, 19: «Por la desobediencia de uno, muchos
fueron hechos pecadores.» La raíz de
tal desobediencia fue la soberbia; Tob 4, 14: «Toda perdición tiene su
principio en el orgullo»; Eccli 10, 15: «El principio de todo pecado es la
soberbia.» El contexto bíblico descarta la hipótesis de que el pecado fuera de
índole sexual, como sostuvieron Clemente Alejandrino y San Ambrosio. La
gravedad del pecado resulta del fin que perseguía el precepto divino y de las
circunstancias que le rodearon. SAN AGUSTÍN considera el pecado de Adán como
«inefablemente grande» («ineffabiliter grande peccatum»: Op. imperf. c. Iul. I
105).
2. Las consecuencias del
pecado
a) Los protoparentes perdieron por el pecado la gracia
santificante y atrajeron sobre sí la cólera y el enojo de Dios (de fe; Dz
788).
En la Sagrada Escritura se nos
indica la pérdida de la gracia santificante al referirse que nuestros primeros
padres quedaron excluidos del trato familiar con Dios; Gen 3, 10 y 23.
Dios se presenta como juez y lanza contra ellos el veredicto condenatorio ; Gen
3, 16 ss.
El desagrado divino se traduce
finalmente en la eterna reprobación. Taciano enseñó de hecho que Adán perdió la
eterna salvación. SAN IRENEO (Adv. haer. Itt 23, 8), TERTULIANO (De poenit. 12)
y SAN HIPÓLITO (Philos. 8, 16) salieron ya al paso de semejante teoría. Según
afirman ellos, es doctrina universal de todos los padres, fundada en un pasaje
del libro de la Sabiduría (10, 2: «ella [la Sabiduría] le salvó en su caída»),
que nuestros primeros padres hicieron penitencia, y (por la sangre del Señor»
se vieron salvados de la perdición eterna; cf. SAN AGUSTfN, De peccat. roer. et
rem. u 34, 55.
b) Los protoparentes quedaron sujetos a la muerte y al señorío
del diablo (de fe; Dz 788).
La muerte y todo el mal que dice
relación con ella tienen su raíz en la pérdida de los dones de integridad.
Según Gen 3, 16 ss, como castigo del pecado nos impuso Dios los sufrimientos y
la muerte. El señorío del diablo queda indicado en Gen 3, 15, enseñándose expresamente
en Ioh 12, 31 ; 14, 30 ; 2 Cor 4, 4; Hebr 2, 14; 2 Petr 2, 19.
21. EXISTENCIA DEL PECADO
ORIGINAL
1. Doctrinas heréticas
opuestas
El pecado original fue negado
indirectamente por los gnósticos y
maniqueos, que atribuían la corrupción moral del hombre a un principio
eterno del mal: la materia; también lo negaron indirectamente los origenistas y priscilianistas, los
cuales explicaban la inclinación del hombre al mal por un pecado que el alma
cometiera antes de su unión con el cuerpo.
Negaron directamente la doctrina
del pecado original los pelagianos,
los cuales enseñaban que:
El pecado de Adán no se
transmitía por herencia a sus descendientes, sino porque éstos imitaban el mal
ejemplo de aquél (imitatione, non propagatione).
La muerte, los padecimientos y la
concupiscencia no son castigos por el pecado, sino efectos del estado de
naturaleza pura.
El bautismo de los niños no se
administra para remisión de los pecados, sino para que éstos sean recibidos en
la comunidad de la Iglesia y alcancen el «reino de los cielos» (que es un grado
de felicidad superior al de «la vida eterna»).
La herejía pelagiana fue
combatida principalmente por SAN AGUSTÍN y condenada por el magisterio de la
Iglesia en los sínodos de Mileve (416), Cartago (418), Orange (529) y, más
recientemente, por el concilio de Trento (1546) ; Dz 102, 174 s, 787 ss.
El pelagianismo sobrevivió en el racionalismo desde la edad moderna
hasta los tiempos actuales (socinianismo,
racionalismo de la época de la «Ilustración», teología protestante liberal, incredulidad moderna).
En la edad media, un sínodo de
Sens (1140) condenó la siguiente proposición de PEDRO AREIARDO: «Quod non
contraximus culpam ex Adam, sed poenam tantum» ; Dz 376.
Los reformadores, bayanistas y jansenistas conservaron la creencia
en el pecado original, pero desfiguraron su esencia y sus efectos, haciéndole
consistir en la concupiscencia y considerándole como una corrupción completa
de la naturaleza humana; cf. Conf. Aug., art. 2.
2. Doctrina de la Iglesia
El pecado de Adán se propaga a
todos sus descendientes por generación, no por imitación (de fe).
La doctrina de la Iglesia sobre
el pecado original se halla contenida en el Decretum super peccato originali,
del concilio de Trento (sess. v, 1546), que a veces sigue a la letra las
definiciones de los sínodos de Cartago y de Orange. El tridentino condena la
doctrina de que Adán perdió para sí solo, y no también para nosotros, la
justicia y santidad que había recibido de Dios; y aquella otra de que Adán
transmitió a sus descendientes únicamente la muerte y los sufrimientos corporales,
pero no la culpa del pecado. Positivamente enseña que el pecado, que es muerte
del alma, se propaga de Adán a todos sus descendientes por generación, no por imitación,
y que es inherente a cada individuo. Tal pecado se borra por los méritos de la
redención de Jesucristo, los cuales se aplican ordinariamente tanto a los
adultos como a 'los niños por medio del sacramento del bautismo. Por eso, aun
los niños recién nacidos reciben el bautismo para remisión de los pecados; Dz
789-791.
3. Prueba tomada de las
fuentes de la revelación
a) Prueba de Escritura.
El Antiguo Testamento solamente contiene insinuaciones sobre el pecado
original; cf. particularmente Ps 50, 7: «He aquí que nací en culpa y en pecado
me concibió mi madre»; Job 14, 4 (según la Vulgata): «¿Quién podrá hacer puro
al que ha sido concebido de una inmunda semilla?» (M: <<Quién podrá hacer
persona limpia de un inmundo?»). Ambos lugares nos hablan de una pecaminosidad
innata en el hombre, bien se entienda en el sentido de pecado habitual o de
mera inclinación al pecado, pero sin relacionarla causalmente con el pecado de
Adán. No obstante, el Antiguo Testamento conoció ya claramente el nexo causal
que existe entre la muerte de todos los hombres y el pecado de nuestros
primeros padres (la herencia de la muerte) ; cf. Eccli 25, 23 ; Sap 2, 24.
La prueba clásica de Escritura es
la de Rom 5, 12-21. En este pasaje,
el Apóstol establece un paralelo entre el primer Adán, que transmitió a todos
los hombres el pecado y la muerte, y Cristo —segundo Adán — que difundió sobre
todos ellos la justicia y la vida ; v 12 : «Así pues, por un hombre entró el
pecado en el mundo y, por el pecado, la muerte, y así la muerte pasó a todos
los hombres, por cuanto todos habían pecado» (in quo omnes peccaverunt)... v
19: «Pues, como por la desobediencia de uno muchos fueron hechos pecadores, así
también por la obediencia de uno muchos serán hechos justos».
a) El término pecado (amartía)
está tomado aquí en su sentido más general y se le considera personificado.
Está englobado también el pecado original. Se pretende expresar la culpa del
pecado, no sus consecuencias. Se hace distinción explícita entre el pecado y la
muerte, la cual es considerada como consecuencia del pecado. Está bien claro
que San Pablo, al hablar del pecado, no se refiere a la concupiscencia, porque
según el v 18 s nos vemos libres del pecado por la gracia redentora de Cristo,
siendo así que la experiencia nos dice que, a pesar de todo, la concupiscencia
sigue en nosotros.
ß) Las palabras in quo (v 12 d)
fueron interpretadas en sentido relativo por San Agustín y por toda la edad
media, refiriéndolas a unum hominem: «Por un hombre..., en el cual todos
pecaron.» Desde Erasmo de Rotterdam, se fue imponiendo cada vez más la
interpretación conjuncional, mucho mejor fundada lingüísticamente y que ya fue
sostenida por numerosos santos padres, sobre todo griegos : éf' ó = épí touto
óti = «por causa de que todos hemos pecado», o «por cuanto todos hemos pecado».
Véanse los lugares paralelos de 2 Cor 5, 4; Phil 3, 12; 4, 10; Rom 8, 3.
Mientras el pecado de todos es interpretado por la exégesis tradicional
colectivamente del pecado de todos en Adán, lo cual coindide con la interpretación
de san Agustín, la exégesis moderna lo interpreta individualmente del pecado
personal de los distintos hombres pecadores, como en Rom 3, 23. Según esta
interpretación, el v. 12d no constituye testimonio alguno del pecado original.
El punto esencial de la prueba es, pues, el v 19, en que se alude a la
desobediencia de Adán como causa de la esencia pecadora de muchos.
y) Las palabras «Muchos (oí
polloi) fueron hechos pecadores» (v 19 a) no restringen la universalidad del
pecado original, pues la expresión «muchos» (por contraste con un solo Adán o
un solo Cristo) es paralela a «todos» (pantes), que es empleada en los vv 12d y
18a.
b) Prueba de tradición
SAN AGUSTÍN invoca, contra el
obispo pelagiano Julián de Eclana, la tradición eclesiástica: «No soy yo quien
ha inventado el pecado original, pues la fe católica cree en él desde antiguo;
pero tú, que lo niegas, eres sin duda un nuevo hereje» (De nupt. et concup. II
12, 25). SAN AGUSTÍN, en su escrito Contra lulianum (1. I y u), presenta ya una
verdadera prueba de tradición citando a Ireneo, Cipriano, Reticio de Autún,
Olimpio, Hilario, Ambrosio, Inocencio I, Gregorio Nacianceno, Juan Crisóstomo,
Basilio y Jerónimo como testimonios de la doctrina católica. Muchas expresiones
de los padres griegos, que parecen insistir mucho en que el pecado es una culpa
personal y parecen prescindir por completo del pecado original, se entienden
fácilmente si tenemos en cuenta que fueron escritas para combatir el dualismo
de los gnósticos y maniqueos y contra el preexistencianismo origenista. SAN
AGUSTÍN salió ya en favor de la doctrina del Crisóstomo para preservarla de las
torcidas interpretaciones que le daban los pelagianos: «vobis nondum
litigantibus securius loquebatur» (Contra lul. 16, 22).
Una prueba positiva y que no
admite réplica de lo convencida que estaba la Iglesia primitiva de la realidad
del pecado original, es la práctica de bautizar a los niños «para remisión de
los pecados»; cf. SAN CIPRIANO, Ep. 64, 5.
4. El dogma y la razón
La razón natural no es capaz de
presentar un argumento contundente en favor de la existencia del pecado
original, sino que únicamente puede inferirla con probabilidad por ciertos
indicios : "Peccati originalis in humano genere probabiliter quaedam signa
apparent» (S.c.G. Iv 52). Tales indicios son las espantosas aberraciones
morales de la humanidad y la apostasía de la fe en el verdadero Dios
(politeísmo, ateísmo).
§ 22. ESENCIA DEL PECADO ORIGINAL
1. Opiniones erróneas
a) El pecado original, contra lo
que pensaba Pedro Abelardo, no consiste
en el reato de pena eterna, es decir, en el castigo condenatorio que los
descendientes de Adán habrían heredado de éste, que era cabeza del género
humano (pena original y no culpa original). Según doctrina del concilio de Trento, el pecado
original es verdadero y estricto pecado, es decir, reato de culpa; cf. Dz
376, 789, 792. San Pablo nos habla de verdadero pecado; Rom 5, 12: «...por
cuanto todos hemos pecado» ; cf. Rom 5, 19.
b) El pecado original, contra lo
que enseñaron los reformadores, bayanistas
y jansenistas, no consiste tampoco en la concupiscencia mala habitual
(es decir: en la inclinación habitual al pecado), que persistiría aun en los
bautizados como verdadero y estricto pecado, aunque tratándose de éstos no se
les imputara ya a efectos del castigo. El concilio
de Trento enseña que 'por el sacramento del bautismo se borra todo lo
que es verdadero y estricto pecado y que la concupiscencia (que permanece
después del bautismo como prueba moral) solamente puede ser considerada como
pecado en sentido impropio; Dz 792.
Es incompatible con la doctrina
de San Pablo (que considera la justificación como una transformación y
renovación interna) el que el pecado permanezca en el hombre, aunque no se le
impute a efectos del castigo. El que ha sido justificado se ve libre del
peligro de la reprobación, porque tiene lejos de sí la razón de la reprobación,
que es el pecado; Rom 8, 1: «No hay, pues, ya condenación alguna para los que
son de Cristo Jesús.»
Como la naturaleza humana se
halla compuesta de cuerpo y espíritu, la concupiscencia existiría también en el
estado de naturaleza pura como un mal natural, y, por tanto, no puede ser
considerada en sí como pecaminosa; porque Dios lo hizo todo bien; Dz 428.
c) El pecado original, contra lo
que enseñaron Alberto Pighio (+
1542) y Ambrosio Catarino, O. P. (t
1553), no consiste en una imputación meramente extrínseca del pecado actual
de Adán (teoría de la imputación). Según doctrina del concilio de Trento, el pecado de Adán se propaga por origen a
todos sus descendientes y es inherente a cada uno de ellos como pecado propio
suyo (Dz 790; cf. Dz 795). El efecto del bautismo, según doctrina del mismo
concilio, es borrar realmente el pecado y no lograr tan sólo que no se nos
impute una culpa extraña; Dz 792; cf. 5, 12 y 19.
2. Solución positiva
El pecado original consiste en
el estado de privación de la gracia, que, por tener su causa en el voluntario
pecado actual de Adán, cabeza del género humano, es culpable (sent. común).
a) El concilio de Trento denomina al pecado original muerte del alma
(mors animae; Dz 789). La muerte del alma es la carencia de la vida
sobrenatural, es decir, de la gracia santificante. En el bautismo se borra el
pecado original por medio de la infusión de la gracia santificante (Dz
792). De ahí se sigue que el pecado original es un estado de privación de la
gracia. Esto mismo se deduce del paralelo que establece San Pablo entre el
pecado que procede de Adán y la justicia que procede de Cristo (Rom 5, 19).
Como la justicia que Cristo nos confiere consiste formalmente en la gracia
santificante (Dz 799), el pecado heredado de Adán consistirá formalmente en la
falta de esa gracia santificante. Y la
falta de esa gracia, que por voluntad de Dios tenía que existir en el alma,
tiene carácter de culpa, como apartamiento que es de Dios.
Como el concepto de pecado en
sentido formal incluye el ser voluntario (ratio voluntarii), es decir, la
voluntaria incurrencia en el mismo, y los niños antes de llegar al uso de razón
no pueden poner actos voluntarios personales, habrá que explicar, por tanto, la
nota de voluntariedad en el pecado original por la conexión que guarda con el
voluntario pecado actual de Adán. Adán era el representante de todo el género
humano. De su libre decisión dependía que se conservaran o se perdieran los
dones sobrenaturales que no se le habían concedido a él personalmente sino a la
naturaleza del hombre como tal; dones que, por la voluntaria transgresión que
hizo Adán del precepto divino, se perdieron no sólo para él, sino para todo el
linaje humano que habría de formar su descendencia. Pío v condenó la proposición de
Bayo que afirma que el pecado original tiene en sí mismo el carácter de
pecado sin relación alguna con la voluntad de la cual tomó origen dicho pecado;
Dz 1047; cf. SAN AGUSTÍN, Retract. i 12 (13), 5 ; S.th. I 11 81, 1.
b) Según doctrina de Santo Tomás, el pecado original consiste formalmente
en la falta de la justicia original, y materialmente en la concupiscencia
desordenada. Santo Tomás distingue en todo pecado un elemento formal y otro
material, el apartamiento de Dios (aversio a Deo) y la conversión a la criatura
(conversio ad creaturam). Como la conversión a la criatura se manifiesta ante
todo en la mala concupiscencia, SANTO TOMÁS, juntamente con San Agustín, ve en
la concupiscencia, la cual en sí es una consecuencia del pecado original, el
elemento material de dicho pecado (S.th. s ii 82, 3). La citada doctrina de
Santo Tomás se halla por una parte bajo el influjo de San Anselmo de
Canterbury, que coloca la esencia del pecado original exclusivamente en la
privación de la justicia primitiva, y por otra parte bajo el influjo de SAN
AGUSTÍN, el cual define el pecado original como la concupiscencia con su reato
de culpa (concupiscentia cum suo reatu) y comenta que el reato de culpa se
elimina por el bautismo, mientras que la concupiscencia permanece en
nosotros como un mal, no como un pecado, para ejercitarnos en la lucha moral
(ad agonem) (Op. irnperf. c. Iul I 71). La mayoría de los teólogos
postridentinos no consideran la concupiscencia como elemento constitutivo del
pecado original, sino como consecuencia del mismo.
§ 23. PROPAGACIÓN DEL PECADO
ORIGINAL
El pecado original se propaga por
generación natural (de fe).
El concilio de Trento dice:
«propagatione, non imitatione transfusum omnibus» ; Dz 790. Al bautizar a un
niño, queda borrado por la regeneración aquello en que se había incurrido por
la generación; Dz 791.
Como el pecado original es
peccatum naturae, se propaga de la misma forma que la naturaleza humana: por el
acta natural de la generación. Aun cuando tal pecado en su origen es uno solo
(Dz 790), a saber: el pecado de nuestro primer padre (el pecado de Eva no es
causa del pecado original), se multiplica tantas veces cuantas comienza a
existir por la generación un nuevo hijo de Adán. En cada generación se
transmite la naturaleza humana desnuda de la gracia original.
La causa eficiente del pecado
original no es Dios, sino sólo el pecado de Adán. La condición de su
transmisión es, en virtud de un mandamiento positivo de Dios, el acto natural
de la generación, por el cual se establece la conexión moral del individuo con
Adán, cabeza del género humano. La concupiscencia actual vinculada al acto generativo
(el placer sexual; libido), contra lo que opina SAN AGUSTÍN (De nuptiis et
concup. 123, 25; 24, 27), no es causa eficiente ni condición indispensable para
la propagación del pecado original. No es más que un fenómeno concomitante del
acto generativo, acto que, considerado en sí, no es sino causa instrumental de
la propagación del pecado original; cf. S.th. I II 82, 4 ad 3.
Objeciones: De la doctrina
católica sobre la transmisión del pecado original no se sigue, como aseguraban
los pelagianos, que Dios sea causa del pecado. El alma que Dios crea es buena
considerada en el aspecto natural. El estado de pecado original significa la
carencia de una excelencia sobrenatural para la cual la criatura no puede
presentar título alguno. Dios, por tanto, no está obligado a crear el alma con
el ornato sobrenatural de la gracia santificante. Además, Dios no tiene la
culpa de que al alma que acaba de ser creada se le rehúsen los dones
sobrenaturales; el culpable de ello ha sido el hombre, que usó mal de su
libertad. De la doctrina católica no se sigue tampoco que el matrimonio sea en
si malo. El acto conyugal de la procreación es en sí bueno, porque
objetivamente (es decir, según su finalidad natural) y subjetivamente (esto es,
según la intención de los procreadores) tiende a alcanzar un bien, que es la
propagación del género humano, ordenada por Dios.
En caso de tener la humanidad un
origen poligenéíico, algunos hombres habrían llegado a la existencia por otro
medio que el de la procreación humana. Ahora bien, a tales hombres no podría
aplicárseles la declaración del concilio de Trento sobre la transmisión del
pecado original. Pero, puesto que para el Tridentino todavía era desconocido el
problema del poligenismo, hay que admitir que la declaración conciliar tiene en
consideración la humanidad actual, en la que todos los hombres reciben la
existencia mediante generación humana. La dificultad de cómo el pecado de Adán,
el primer hombre llegado al uso de razón, hubiera abarcado incluso a quienes no
descendieran de él, podría resolverse arguyendo que en vista del evolucionismo
todos los hombres proceden de una primera materia común creada por Dios como
substrato de la hominización, y así constituyen una unidad de origen. Otra
posibilidad de resolver la dificultad la ofrece la idea bíblica de la «persona
corporativa», cuya acción determina la suerte de toda la comunidad. Adán es una
persona corporativa en la que simultáneamente está incorporada toda la
humanidad llamada a un fin común.
§ 24. CONSECUENCIAS DEL PECADO
ORIGINAL
Los teólogos escolásticos,
inspirándose en Lc 10, 30, resumieron las consecuencias del pecado original en
el siguiente axioma: El hombre ha sido, por el pecado de Adán, despojado de
sus bienes sobrenaturales y herido en los naturales («spoliatus gratuitis,
vulneratus in naturalibus»). Téngase en cuenta que el concepto de gratuita de
ordinario se extiende sólo a los dones absolutamente sobrenaturales, y que en
el concepto de naturales se incluye el don de integridad de que estaban dotadas
las disposiciones y fuerzas naturales del hombre antes de la caída (naturadia
integra); cf. SANTO TOMAS, Sent. II, d. 29, q. 1 a. 2; S.th. i II 85, 1.
1. Pérdida de los dones
sobrenaturales
En el estado de pecado original,
el hombre se halla privado de la gracia santificante y de todas sus
secuelas, así como también de los dones preternaturales de integridad (de
fe por lo que respecta a la gracia santificante y al don de inmortalidad; Dz
788 s).
La falta de la gracia
santificante, considerada como un apartarse el hombre de Dios, tiene carácter
de culpa; considerada como un apartarse Dios del hombre, tiene carácter de
castigo. La falta de los dones de integridad tiene como consecuencia que el
hombre se halle sometido a la concupiscencia, a los sufrimientos y a la muerte.
Tales consecuencias persisten aun después de haber sido borrado el pecado
original, pero entonces ya no son consideradas como castigo, sino como
poenalitates, es decir, como medios para practicar la virtud y dar prueba de la
propia moralidad. El que se halla en pecado original está en servidumbre y
cautividad del demonio, a quien Jesús llamó príncipe de este mundo (Ioh 12, 31
; 14, 301, y San Pablo le denomina dios de este mundo (2 Cor 4, 41; cf. Hebr 2,
14; 2 Petr 2, 19.
2. Vulneración de la naturaleza
La herida que el pecado original
abrió en la naturaleza no hay que concebirla como una total corrupción de la
naturaleza humana, como piensan los reformadores
y jansenistas. El hombre, aunque se encuentre en estado de pecado original,
sigue teniendo la facultad de conocer las verdades religiosas naturales y
realizar acciones moralmente buenas en el orden natural. El concilio del Vaticano enseña que el hombre
puede conocer con certeza la existencia de Dios con las solas fuerzas de su
razón natural; Dz 1785, 1806. El concilio tridentino enseña que por el pecado
de Adán no se perdió ni quedó extinguido el libre albedrío; Dz 815.
La herida, abierta en la
naturaleza, interesa al cuerpo y al alma. El concilio II de Orange (529)
declaró : atotum, i.e. secundum corpus et animam, in deterius hominem
commutatum (esse)» (Dz 174) ; cf. Dz 181, 199, 793. Además de la sensibilidad
al sufrimiento (passibilitas) y de la sujeción a la muerte (mortalitas),
las dos heridas que afectan al cuerpo, los teólogos, siguiendo a SANTO TOMÁS
(S.th. 1 II 85, 3), enumeran cuatro heridas del alma, opuestas
respectivamente a las cuatro virtudes cardinales : a) la ignorancia, es
decir, la dificultad para conocer la verdad (se opone a la prudencia) ; b) la
malicia, es decir, la debilitación de nuestra voluntad (se opone a la
justicia) ; c) la fragilidad (infirmitas), es decir, la cobardía ante
las dificultades que encontramos para tender hacia el bien (se opone a la
fortaleza) ; d) la concupiscencia en sentido estricto, es decir, el
apetito desordenado de satisfacer a los sentidos contra las normas de la razón
(se opone a la templanza). La herida del cuerpo tiene su fundamento en la
pérdida de los dones preternaturales de impasibilidad e inmortalidad; la herida
del alma en la pérdida del don preternatural de inmunidad de la concupiscencia.
Es objeto de controversia si la
herida abierta en la naturaleza consiste exclusivamente en la pérdida de los
dones preternaturales o si la naturaleza humana ha sufrido además, de forma
accidental, una debilitación intrínseca. Los que se deciden por la primera
sentencia (Santo Tomás y la mayor parte de los teólogos) afirman que la
naturaleza ha sido herida sólo relativamente, esto es, si se la compara con el
estado primitivo de justicia original. Los defensores de la segunda sentencia
conciben la herida de la naturaleza en sentido absoluto, es decir, como
situación inferior con respecto al estado de naturaleza pura.
Según la primera sentencia, el
hombre en pecado original es con respecto al hombre en estado de naturaleza pura
como una persona que ha sido despojada de sus vestidos (desnudada) a otra
persona que nunca se ha cubierto con ellos (desnuda; nudatus ad nudum). Según
la segunda sentencia, la relación que existe entre ambos es la de un enfermo a
una persona sana (aegrotus ad sanum).
Hay que preferir sin duda la
primera opinión, porque el pecado actual de Adán — una acción singular — no
pudo crear en su propia naturaleza ni en la de sus descendientes hábito malo
alguno, ni por tanto la consiguiente debilitación de las fuerzas naturales; cf.
S.th. i u 85, 1. Pero hay que conceder también que la naturaleza humana caída,
por los extravíos de los individuos y de las colectividades, ha experimentado
cierta corrupción ulterior, de suerte que se encuentra actualmente en un situación
concreta inferior a la del estado de naturaleza pura.